domingo, 18 de noviembre de 2012

Heidelberg



 
Tiene todos los colores del Otoño,
en tan vastas gamas que es imposible abarcar,
imposible definir:
desde el gris desvalido de la hoja inexistente,
el verde coriáceo de los tejos y los cedros...
a los amarillos explosivos, fluorescentes,
los naranjas y rojos ígneos...
todos mezclados en el aire neblinoso
o sobre la yerba aún esmeralda;
y el sol,
que se arranca impetuoso
reflejando su luz con desdén en la costra nemoral del valle,
creando un albedo de irrealidad y ensueño.
El ancho valle del Neckar,
en cuya ladera se encaraman las fachadas de las casas,
caseríos, mansiones señoriales, palacetes,
todos únicos, todos diferentes,
como inspirados o salidos de una leyenda.

En lo alto de la villa,
coronando el laberinto arracimado del centro antíguo
se alza el Castillo en ruinas,
de piedra encarnada y palpitante,
como dueño y señor narrando su remota historia,
custodiando el jardín, el puente, el río y sus riberas,
custodiando el tiempo con sus innumerables relojes.
Y remoloneando a sus alrededores gorriones,
cuervos, palomas, algún pinzón...
como pruebas irrefutables de un presente ya fugaz,
un instante veloz que anuncia el próximo invierno,
un instante insignificante que las ruinas pueden seguir ignorando.


Kayele
(Lugares)



No hay comentarios: