miércoles, 31 de octubre de 2012

El Cofrecillo Magyar


Un breve cuento para no dormir, de esos que nos recuerdan que en la noche del Samaín, los espíritus de los muertos vuelven para mezclarse con los vivos. 
Gentileza de Ricky. Que lo disfrutes.
         



             Es la tarde de Halloween o, como mejor diríamos, es la víspera de la noche de los espíritus. Lo que voy a narrar podréis creer que es mentira, pero no se aleja de la verdad salvo unos escasos pasos, solamente lo que se haya perdido de la persona que lo sufrió a la pluma que lo está escribiendo en el papel.

            Era la noche de Halloween de un año antes y el frío invitaba a quedarse en casa; estaba siendo un invierno atípico en Madrid, las temperaturas rondaban los cero grados y la caída de las hojas se había adelantado, por lo que todo transmitía una tristeza y una soledad desacostumbrada a estas fechas; las aceras rápidamente se quedaban vacías y sólo apetecía estar en el salón cobijado tras una manta y atontarse con la televisión.
            Sofía se apretujaba tras la ruana que hacía dos veranos se había traído de su viaje por la Europa del este, como casi todas las noches estaba sola; su vida era un poco solitaria, sobre todo en el plano sentimental; no encontraba a nadie que de verdad le llamase la atención y, cuando estaba un poco depresiva, el pequeño chalet que tenía en una de las innumerables ciudades dormitorio de los alrededores de Madrid, se le hacía enorme.
            Esa noche estaba viendo una película de terror que ponían en la dos; Demons creía que era el título que había leído en el periódico, y la verdad es que la estaba acongojando un poco. Trataba de una máscara maldita que hacía que todo aquel que se la pusiese cayera víctima de una maldición, y este a su vez la contagiaba al resto al causarles cualquier herida con sus manos o dientes; y todo esto sucedía en un cine, por lo que Sofía estaba imaginando el gran efecto que habría causado en los espectadores mientras la veían. Pero esa noche ella también estaba con el susto en el cuerpo. Cuando la peli estaba llegando a su clímax más absoluto un golpe brusco la hizo dar un salto en el sofá; algo se había caído en la planta de arriba. Intuitivamente pensó que habría sido Azazel, su gato, que era un diablo, de ahí el nombre, y esta vez no iba a dejar que quedase sin castigo una nueva trastada; además le sirvió como excusa para dejar de mirar a la pantalla que tanto miedo la estaba causando. Ascendió las escaleras que la conducían a los dormitorios mientras oía el quejido agudo de los escalones de madera, y se dijo así misma que tenía que avisar a su padre para que viniese a apretar los tornillos de la escalera; le ponía nerviosa ese ruidillo chirriante. Primero miró en su dormitorio, a Azazel le gustaba mucho meterse en él; allí vio como su precioso cofrecillo de madera, que tenía encima de la cómoda, estaba en el suelo y todo su contenido estaba desparramado por el suelo; lo único que le vino a la cabeza en ese momento era encontrar al gato y darle un par de buenos pescozones. Salió de su dormitorio y buscó en los otros mientras con voz melosa llamaba al minino y, tras cinco minutos, no encontró nada; pero pensó: ya aparecerá y arreglaremos esto. Volvió a su habitación y arregló como pudo el desaguisado.
Recordaba cómo había conseguido ese cofre: fue en un bazar de Budapest, en una preciosa tienda de antigüedades, pequeña pero con gran profusión de objetos en sus estanterías; la dueña, una mujer muy bella, con la piel pálida como el alabastro y de intensa mirada verde, había estado regateando con ella durante unos diez minutos; intentó que comprara otros objetos; comenzó con un precio excesivo, pero Sofía se había encaprichado de esa caja de madera y marfil, con un pequeño espejito engastado en la tapa; en el interior, sobre las paredes, había unas letras escritas con un finísimo cincel sobre la madera: estaban en húngaro antiguo, le había comentado la dependienta. Sofía no quiso preguntarle más y, después de pagarla, se fue muy contenta con su compra. Cuando recogió su cofrecillo del suelo, y colocó la tapa en su sitio se percató de que una de las esquinas del cristal se había astillado, y una pequeña lasca de cristal no estaba. Continuó recogiendo las cositas que había en el interior de la tapa y, mientras cogía los últimos papeles que quedaban, notó una punzada caliente sobre su dedo; soltó lo que tenía en la mano y dio un pequeño grito. Había encontrado el trocito de espejo que faltaba; se había hecho un corte en su dedo índice; inconscientemente, se llevó este a la boca y se chupó la herida; tenía un tajo bastante profundo en la yema. Mientras pensaba cuál iba a ser el castigo de Azazel recogió esos papeles y los metió en su sitio; el dedo no dejaba de sangrar y manchó el interior de la caja al guardar las cosas; no pasa nada, pensó, está en su interior y nadie lo va a ver. Se fue al baño a ponerse una tirita, no quería manchar de sangre el resto de la casa. Cuando estaba en el lavabo limpiándose la herida pensó que quizás la culpa no era del gato si no de ella que no lo había educado bien, pero cuando se echó yodo en la herida y le escoció como el fuego se le quitó esa estúpida idea de la cabeza: ese gato necesitaba un escarmiento.
Bajó las escaleras y se disponía a retomar la película, cuando los plomos de la casa saltaron, todo se quedo a oscuras de golpe; se llevó un susto enorme, pero luego se tranquilizó y buscó un mechero en la mesa del salón; después de golpear con la palma de la mano como si del bastón de un ciego se tratase encontró el encendedor; sabiendo que tenía una vela verde, de esas decorativas que ahora tanto se estilaban, reflexionó un poco y, aunque la iba estropear, prefirió eso a andar con un simple mechero por la casa. Una vez que la tuvo encendida se guardó el mechero en el bolsillo y se encaminó al sótano a levantar los automáticos; abrió la puerta que conducía a la planta de abajo y lo primero que encontró de bruces contra ella fue a Azazel que salió disparado escaleras arriba. Maldiciendo al gato bajó los escalones que la llevaban hasta el automático de la casa, el sótano olía a rayos, como si se hubiese quemado algo, pero con un vaho más acre, parecido al que deja la pirotecnia. Miró por si se hubiera quemado alguno de los plomos y no le pareció que estuviesen mal; los levanto y en el mismo instante en que notó como volvía la luz en el piso de arriba, algo pareció moverse a su espalda y un frió primigenio recorrió su columna vertebral; se quedó atemorizada, paralizada, y reuniendo todo el valor que pudo echó a correr escaleras arriba. La vela se le apagó y sólo veía la silueta de los últimos escalones, los que estaban pegados al dintel de la puerta; a medio camino dio un traspié y fue a dar de bruces contra los escalones; notó como un profundo calor invadía su sien y a continuación algo caliente se escurría por su frente; sin tiempo para lamentarse volvió a levantarse y terminó de subir la escalera. Cuando llegó arriba encendió la luz y se giró; mientras se dejaba caer de culo porque un mareo la estaba invadiendo miró hacia el sótano... todo estaba normal, nada estaba fuera de sitio, ninguna persona la estaba siguiendo con un cuchillo en las manos. Se rió de lo estúpida e histérica que había sido, como había podido pensar que allí había nadie. Se incorporó lentamente, temiendo volverse a caer por culpa del mareo, y cerró la puerta.
Sofía se dirigió al baño de la primera planta y se miró en el espejo el estropicio que posiblemente se había hecho en la cara. Tenía una brecha en la sien que ascendía hacia el cuero cabelludo; no tendría más de tres centímetros, pero no le dejaba de sangra. Abrió el botiquín, se desinfectó bien la herida y se puso un par de puntos americanos; después de comprobar cómo la hemorragia remitía, recogió el lavabo y se lavó la cara. Cuando se incorporó para ir a secársela pudo ver con el rabillo del ojo como una sombra de colores rojizos se deslizaba por su espalda. Gritó asustada y se giró. Nada; allí no había nadie. Le entraron ganas de llorar de lo nerviosa que estaba.
Se fue a la cocina a prepararse una tila. Mientras cocía el agua pensó que allí había alguien; casi le había parecido como si esa sombra le hubiera sonreído: una sonrisa terrible, sádica, tenebrosa. Intentó no pensar más en semejante estupidez; en su casa no había nadie; solamente ella y su gato. Azazel, ahora se acordaba; había salido disparado del sótano, ¿Cómo habría entrado allí?, la puerta había estado cerrada siempre, ¿o no? Mientras se iba con su taza al salón estaba intentando hacer memoria; ella había cerrado la puerta esa mañana y no recordaba que hubiese necesitado bajar al sótano para nada. Cuando se sentó, la película ya había terminado y ahora estaban poniendo un programa aburridísimo sobre un libro que acababan de editar; creía recordar que el presentador era el tal Sánchez Dragó. Total, que empezó a cambiar de canales sin encontrar nada que terminase de convencerla; se estaba empezando a amodorrar en el sofá cuando un extraño chirrido la hizo despertarse de golpe; el ruido… ¿había sido fuera o dentro de la casa? Se levantó y volvió a mirar alrededor de ella; allí estaba claro que no había nadie, pero un momento algo llamó su atención en la barandilla de subida a los dormitorios: había algo brillante; se acercó y vio tres profundos surcos sobre la madera; maldita sea, pensó, y a continuación chilló el nombre de su gato. Empezó a subir en su busca cuando un  profundo gruñido la hizo pararse; no quiso volver la cabeza; ahora sí sentía a alguien allí, y el mismo olor que había encontrado en el sótano estaba invadiendo el salón. Subió a toda velocidad los escalones y se fue a su habitación; allí, Azazel la recibió con el lomo erizado y un agudo bufido. Cerró la puerta con violencia y echó el pestillo, se fue al otro lado de la cama y cogió un gran jarrón de bronce que tenía en el suelo y lo empuño a modo de arma. Intentó agudizar el oído para lograr escuchar algo, y lo que oyó no la tranquilizó: un pesado arrastrar de pies y un agudo rechino subían las escaleras. Un sudor frió le perlaba todo el cuerpo y tenía ganas de vomitar. Lo que había subido las escaleras de su casa puso la mano sobre el picaporte e intentó girar; al ver que no cedía, una gutural y ronca risa llego del otro lado. Sofía estaba a punto de desmayarse de miedo, pero se aferraba al jarrón como si de un asidero de la realidad fuera. El picaporte volvió a girar y esta vez el pestillo no frenó su recorrido; escuchó como crujía el metal y la madera al ceder ante la presión de quien lo estaba moviendo y, tras un chasquido seco, la puerta fue abriéndose lentamente. Sofía comenzó a llorar y a chillarle a quien fuera que se marchase, que tenía un arma y no quería utilizarla; primero entró una mano de lo que fuera, mejor dicho una gran garra, de afiladas uñas y piel escamosa de color grisáceo, y luego entro el resto a la habitación. A Sofía se le escapó el jarrón de las manos y un ahogado grito pugnó por salir de su garganta; delante de ella había un hombre, o algo con forma humanoide; mediría algo más de dos metros, sus pies eran también garras, no iba vestida y no tenia sexo alguno que se la distinguiese; tenía un pecho poderoso sin vello pero lleno de antiguas cicatrices; su rostro era retorcido, su nariz era demasiado larga y sus ojos demasiados pequeños, de un enfermizo color rojo; apenas unos jirones de cabello quedaban en su cabeza, de un color amarillo grasiento; pero lo que más atemorizó a Sofía fue su boca, terriblemente grande y con dos enormes colmillos que sobresalían de ella. La miró e intentó poner una mueca que semejaba una sonrisa; le dijo algo que no entendió y que sonó como el chillido de una corneja, y antes de que Sofía se pudiese mover la tenía cogida por el cuello con una garra de acero, y abrió sus enormes fauces en dirección a los labios de ella. Lo último que escuchó fue un pequeño gritito surgiendo de sus pulmones, pero que murió en la garganta de aquel monstruo; luego el mundo comenzó a girar y notó como esos enormes colmillos comenzaron a taladrarle la piel y la carne; su lengua comenzó a sangrar y su vida comenzó a extinguirse a la misma velocidad que esta fluía. Cuando apenas notaba el latir de su corazón el ser la dejó caer pesadamente y sin prestarle más atención se volvió para marcharse; pero cuando llegó a la altura de la cómoda se paró y con ojos curiosos miro el cofrecillo; lo cogió y se sonrió; una mueca mitad odio y mitad suspicacia apareció en su rostro; la miró a ella y la dijo algo en ese extraño idioma que hablaba, para luego volver a ponerse a andar y desaparecer en el pasillo. Sofía notó como se le iba la vida y no podía hacer nada, en sus últimos estertores, miro al techo y recordó lo que le había dicho la dependienta en Budapest, “tenga cuidado señorita, que por ningún motivo esta caja se manche de sangre”; demasiado tarde, pensó...


P.D.: Las autoridades declararon que Sofía había muerto de un derrame cerebral provocado por el golpe en la cabeza; pero yo no tengo ninguna duda de que ese no fue  el motivo.


Ricardo Quintana

 

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